La salud mental está a la orden del día. Quién más y quién menos pone nombre y apellidos a la sensación de opresión en el pecho, a las taquicardias o la tristeza prolongada en el tiempo. Ir al psicólogo ha dejado de ser tabú, especialmente entre las generaciones más jóvenes que, al contrario de lo que sucedía en la mayoría de sus abuelos, ya no consideran a este especialista como el auxilio de los dementes. Más allá de ser una parte esencial en el tratamiento de trastornos clínicos mayores, como la depresión grave, el terapeuta se ha convertido en el acompañante del malestar emocional que muchos atraviesan.
La concienciación abre puertas, pero no siempre las que se buscan. Dejando a un lado la evidente y positiva eficacia de normalizar la salud mental, ¿ponerla en el foco de muchos problemas puede resultar perjudicial? La banalización de las patologías más frecuentes preocupa a los profesionales de la materia, que observan ojipláticos cómo se ha dejado de “estar triste” para “sentirse deprimido”.
La democratización del discurso ha implicado que se compren los trastornos y el precio se pague en visualizaciones, seguidores y contenido. Y el riesgo parece claro, especialmente, en los de menor edad, que además de ser los más vulnerables son también los que mayor impacto reciben: el autodiagnóstico.
No solo esto, sino que a nivel general, algunos investigadores también apuntan a una confusión entre los malestares del día a día cotidiano y las entidades patológicas. En un artículo publicado en el 2023, los autores Lucy Foulkes y Jack Andrews, de la Universidad de Oxford, plantearon el término inflación de la prevalencia, una hipótesis que defiende que algunas personas, ante los esfuerzos de visibilidad, «notifiquen formas más leves de angustia como problemas de salud mental».
Los expertos no niegan el efecto positivo de las campañas de desestigmatización de estas circunstancias, pero al mismo tiempo que estas aumentaban en cantidad, lo hacían también las notificaciones de salud mental. Si bien las causas más claras y directas se relacionan con un mayor uso de redes sociales, el aumento de la desigualdad de los ingresos, de la presión académica en los jóvenes o las dificultades derivadas de la pandemia del covid-19, Foulkes y Andrews proponen que los esfuerzos de concienciación en sí mismos «podrían llevar a un aumento de la notificación y experimentación de síntomas».
Reconocimiento mejorado y sobreinterpretación
Este trabajo se divide en dos vertientes. Por una parte se encuentra el aplauso al reconocimiento mejorado, uno de los objetivos que tiene toda lucha contra un estigma. Como resultado de la alfabetización en salud mental, «es posible que ahora las personas estén denunciando y buscando ayuda por problemas que siempre existieron en generaciones anteriores pero que no fueron divulgados», recogen. Esto podría explicar el aumento de casos en estudios de cohorte y del incremento de las prescripciones de antidepresivos y, además, beneficiar a los pacientes, de manera que les anime a buscar tratamiento o influya en las decisiones políticas y de financiación.
Por otra parte, los investigadores de la institución inglesa hablan de la sobreinterpretación, un fenómeno nada nuevo: «Otros académicos han argumentado que existe una tendencia creciente de las personas a percibir los pensamientos, emociones o comportamientos negativos como síntomas de trastorno mental y a percibirse a sí mismas como vulnerables al daño psicológico», justifican.
Es más, ambos autores hacen referencia a investigaciones pasadas para plantear que el exceso de campañas de concienciación podría estar contribuyendo a la psiquiatrización del sufrimiento y angustia cotidiana, «que se ha vuelto cada vez más común en los últimos años», precisan.
A su vez, destacan que la sobreinterpretación «puede crear nuevos problemas de salud mental o aumentar la gravedad de los existentes». Es decir, que cuando una persona etiqueta su experiencia psicológica como un problema, puede hacer que aparezcan síntomas como una especie de profecía autocumplida. Algo que se materializa a través del autodiagnóstico. «Ya es bien sabido que las personas no dependen exclusivamente de los médicos para determinar si tienen un diagnóstico específico; combinan la opinión clínica con varias fuentes de información, incluidas las redes sociales, Internet y artículos de periódicos, para llegar a su propia conclusión sobre sus síntomas de salud mental», señalan los investigadores. En algunos esto resultará ventajoso y, en otros, todo lo contrario.
Para ilustrarlo, los autores ponen un ejemplo relacionado con la ansiedad: «La persona cree que “tiene ansiedad” o es “una persona ansiosa” que no puede realizar ciertas conductas, como ir a una fiesta o hacer una presentación laboral debido a su ansiedad y, por lo tanto, evita esas actividades», detallan los psicólogos. Sin embargo, esta decisión no solo mantendrá esta emoción, sino que la exacerbará. Así, etiquetar los síntomas más leves como algo más grave podría provocar que experimentase mayor ansiedad a largo plazo. En resumidas cuentas, la pescadilla que se muerde la cola.
Muchos no opinan de esta manera; es el caso de Fernando Pena, psicólogo y presidente de la Asociación Española de Psicología Sanitaria (Aepsis), quien destaca que poner sobre la mesa la salud mental en los últimos veinte años «ha logrado que se sitúe casi al mismo nivel de la física». El experto echa la mirada atrás y recuerda que, cuando comenzó a trabajar hace dos décadas, mucha gente ocultaba sus visitas al psicólogo. En cambio, hoy en día, «todos conocemos a personas que acuden a ello y lo vemos como un signo de preocupación genuina y loable por la salud mental. Normalizarlo es uno de los logros sociales que merecen un mayor reconocimiento», precisa.
El límite entre problemas cotidianos y trastornos
En materia de salud mental, no siempre hay una respuesta correcta. La prevención exige concienciación, pero según el modo de proceder, puede tener mayor o menor beneficio. Así lo explica José Antonio Luengo, vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología (COP): «Es probable que, debido al incremento significativo de los mensajes sobre los problemas de salud mental, y la descontextualización que se hacen de algunos estudios, lleve tiempo influyendo en un aumento del grosor de la piel de la sensibilidad hasta el punto de que podamos estar hablando, en algunos ámbitos, de cierta inflación de la prevalencia de los trastornos mentales», comienza diciendo. Creer que uno tiene lo que no tiene.
Después de la pandemia del coronavirus, se publicaron numerosas investigaciones que encontraban un aumento de los diagnósticos. «Nos pusimos muy contentos porque vivimos que la salud mental empezaba a ser atendida y visibilizada», comienza diciendo Alma Martínez de Salazar, vicepresidenta de la Asociación Española de Psicología Clínica y Psicopatología. Un júbilo que, en palabras de esta profesional, no duró demasiado. «Llevamos un par de años en los que muchos profesionales pensamos que puede haber una especie de sobresaturación y banalización de lo que implica un trastorno mental, los tratamientos psicológicos y cuándo acudir a ello», comenta.
En realidad, establecer el límite entre malestar cotidiano y enfermedad es tarea sencilla. En primer lugar, porque debe ser un facultativo quien lo haga y, en segundo, por las características que implica una entidad patológica. El quid de la cuestión es que no siempre se cumplen estos dos factores. «Muchas veces leemos que se ha incrementado la sintomatología ansiosa o depresiva. Que aumenten estos síntomas no es sinónimo de que se incrementen los trastornos mentales de esta naturaleza, sino de que, en ocasiones, pensamos que esa situación se ha anidado en mí y entramos en un bucle negativo», añade el miembro del COP. A las pruebas se remite.
El informe #Rayadas. La salud mental de la población joven en España, de la Fundación Manantial, publicado en el 2023, y para el cual se realizaron encuestas, entrevistas y análisis de datos, concluye que el 59 % de los jóvenes que considera que su salud mental es normal, mala o muy mala se identifica con el diagnóstico de ansiedad; el 29,9 % con el de depresión; y el 31,2 % con otras etiquetas como trastorno de la conducta alimentaria, obsesivo compulsivo o trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Del total, algo más de 3 de cada 10 lo habían obtenido mediante un profesional. Por el contrario, 7 de cada 10 habían llegado a ello a través de internet y redes sociales o mediante un familiar o amigo.
Una información que el experto describe como «inquietante», porque demuestra que existe el riesgo de que parte de la sociedad, con especial énfasis en los jóvenes, «confunda la sintomatología que tiene que ver con el estado de ánimo y nuestra capacidad de regular malos momentos con un trastorno mental», explica. Cuando más se habla de un fenómeno, sin medir y saber quién y cómo está escuchando, más se incrementa el peligro de que se malinterprete.
Con todo, para el miembro de la COP resulta más relevante la segunda condición que diferencia una experiencia negativa con una enfermedad. «Esta última te colapsa, limita tu vida de una forma significativa y estable hasta el punto de que dejas de participar en tu vida cotidiana. Las relaciones se deterioran y la dinámica mental te lleva a un bloque negativo del que no ves salida», describe.
Un lío de términos
Para Manuel Martín Carrasco, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría y Salud Mental, la clave reside en que, en la actualidad, se mezclan los conceptos. Según el experto, la salud mental abarca el bienestar emocional de la población, mientras que los trastornos mentales se limitan a la enfermedad. Así, defiende que la asistencia sanitaria se ha creado para atender a los pacientes de estos últimos: «El problema radica que si este mismo sistema atiende al malestar emocional se puede producir una disminución de recursos porque hay mucha más gente que lo experimenta», indica.
Esto no quiere decir que la población con adversidades emocionales no preocupe. Sí lo hace. Sin embargo, «creemos que debe enfocarse como un factor de riesgo. Es decir, la persona que tiene un gran malestar tiene más probabilidades de desarrollar un trastorno, pero no siempre ocurre», comenta. Por ello, considera que la labor de Atención Primaria, al realizar un cribado de casos, es fundamental y necesita más recursos: «Está muy necesitada de refuerzo. Y no solo hablo de médicos, sino que puede haber otros profesionales como enfermeros o trabajadores sociales, que ayuden a hacer un trabajo de orientación», añade.
Por qué se confuden las emociones con los trastornos
¿Dónde reside la confusión entre lo malo y lo peor? Martínez de Salazar, que trabaja en la Unidad de Salud Mental Infanto-Juvenil del Hospital Universitario Torrecárdenas, de Almería, considera que hay distintas variables que la alimentan. Por una parte, es innegable que el abordaje psicosocial depende de la visión que impere de la salud y de la enfermedad. «Vivimos en una época donde el valor es el bienestar, la ausencia de sufrimiento. También hay factores que tienen que ver con la cultura y en este siglo, hay cierta desresponsabilización del ser humano y de su comportamiento», precisa la experta.
Una especie de imposición de la felicidad que, cuando no se encuentra, alguien la debe proporcionar. No puede estar ausente. «Ocurre que cualquier situación de frustración, malestar o incomodidad cotidiana que hace veinte años a nadie se le ocurría consultar, ahora sí se consulta por si hubiese una falta de atención a la salud mental», explica. Una sensación de alerta elevada al cuadrado que ni siquiera se intenta aplacar con los propios «mecanismos naturales que cualquier persona, familia o comunidad tiene para resolver lo cotidiano», añade en referencia a su experiencia con pacientes juveniles. La profesional no apunta a nadie con el dedo, sino que describe como un reto social el hecho de potenciar —o no— estas herramientas.
La experta, con una carrera de más de 25 años, observa un aumento de las consultas de familias de niños y adolescentes con demandas que no están vinculadas a la presencia de un trastorno, «sino a que no les han enseñado a afrontar lo cotidiano: el miedo, la frustración o las desavenencias que podemos tener», detalla. En otras palabras, el adulto debe hacer entender al menor que existen recursos propios para afrontar el malestar: «Y si no pueden, debe asumirlas el adulto. ¿Qué sucede? Que vivimos en una sociedad donde los mayores estamos muy ocupados, y educar a un niño requiere trabajo e implicación», responde. Los ejemplos resultarán familiares para muchos. «Si un niño se aburre, que mire al techo. Si le ha salido mal un examen, pues no pasa nada, que llore y entienda que al próximo tiene que estudiar más. Y si tiene miedo al dormir, que duerma con sus peluches», comenta.
La preocupación, en este sentido, se centra en que se estén patologizando problemas del día a día. Fernando Pena explica que no solo lo ve en su consulta, sino en su entorno: «Hay gente que se toma ansiolíticos porque les ha dejado su pareja, o antidepresivos por haber perdido un trabajo. Son personas que no tienen un problema psiquiátrico, sino de la vida», indica. Lamenta, de esta manera, que la sociedad se esté convirtiendo, cada vez más, en síntoma-evitativa: «No se permite sentir ansiedad o tristeza, ni siquiera, en los momentos en los que es lógico notarla», añade.
Según el psicólogo, en casi todas las clases universitarias de España hay algún estudiante que se toma benzodiacepinas «porque se pone nervioso en un examen», o en casi todos los finales, «hay alguna persona que se acerca a otra para darle una pastilla para tapar las sensaciones de abatimiento propias de una situación tan triste». Ni una ni otra situación tienen sentido desde un punto de vista anímico: las emociones tienen su función.
Las piezas que faltan en el puzzle de la salud mental
Así, esta mala comprensión de la psicopatología también lleva a preguntarse, ¿la sociedad ha entendido la salud mental erróneamente, haciendo que, en algunos, cause más mal que bien? La prevención cuaternaria, en esta materia, se basa en proteger a los pacientes de intervenciones farmacológicas o psicoterapéuticas excesivas, inadecuadas o innecesarias. «Si en personas con trastornos mentales graves los ingresos y la sobreprotección pueden producir una estigmatización que marque la vida en lo sucesivo», plantean los psiquiatras Alberto Ortiz y Vicente Ibáñez en el documento Iatrogenia y prevención cuaternaria en salud mental, «también es crucial evitar el sobrediagnóstico y el sobretratamiento en personas que consultan por sufrimientos vinculados a la vida cotidiana», los cuales no se clasifican como una enfermedad y, por lo tanto, no necesitan prevención ni solución.
En este sentido, y según recoge Ortiz en otro estudio, las intervenciones precoces más analizadas son las que se realizan a personas que acuden a consulta por un duelo o que sobrevivieron a un evento traumático, como puede ser un accidente o una catástrofe natural. Al contrario de lo que uno podría pensar, en ninguno de esos casos —dice el experto— se ha encontrado un beneficio global. Es más, «muchas de las personas que reciben estas intervenciones se encuentran con mayor sufrimiento que si no las hubieran recibido».
¿La razón? Ortiz resume que, cuando las intervenciones se realizan sobre personas sanas, se les expone a un riesgo injustificado a efectos secundarios, aunque el experto no niegue los beneficios que también son posibles. Sin embargo, apunta a que, mirar todos los problemas con el prisma de salud mental «puede desviar el foco central, que están determinados por cuestiones sociales y de ámbito público, hacia lo sanitario y lo individual, y producir culpa o crear falsas esperanzas que en el futuro puedan truncarse si los determinantes sociales no varían o empeoran».
Así, Martínez de Salazar opina que, en ocasiones, llevar un problema a consulta puede agravar el estado anímico de la persona o la percepción que tiene de sí mismo, especialmente, entre los más jóvenes. «A veces se lleva al niño a consulta porque molesta al adulto», comenta la experta, que añade: «Quien está incómodo es el mayor, el menor no tiene la percepción de sufrimiento». Una variable que se suma al hecho de que el pequeño no se sienta a gusto hablando de sus problemas con un desconocido: «Si ya es una situación difícil para un adulto, cuanto más para un niño que, en ocasiones, tiene incluso que escuchar que sus padres dicen de él que no duerme, que no come, que pega a su hermana o que tiene manías», indica la experta, quien recomienda evitar este tipo de enfrentamientos en consulta.
En otra publicación, Ortiz llama a la ética y buen hacer del profesional que debe establecer la barrera entre los trastornos mentales y el malestar propio de los duelos, problemas académicos o laborales, «desigualdades sociales y todas las reacciones emocionales dolorosas, aunque adaptativas, que son resignificadas como problemas de salud mental», añade.
La experta del hospital almeriense habla también de la iatrogenia, y del riesgo que se corre al tratar como una enfermedad algo que no lo es. «Si alguien va a salud mental porque tiene ansiedad, hay que enseñarle que es necesaria para, por ejemplo, los exámenes y que no hay tratamiento, sino psicoeducación y orientación», detalla. Todo ello como una manera de aprender a tolerar una emoción casi tan vital como denostada.
Lejos de ser patológico, es normal
Para Roberto Colom, catedrático de Psicología Diferencial en la Universidad Autónoma de Madrid, la cuestión es mucho más sencilla de lo que se plantea hasta ahora. La problemática psicológica o mental, lejos de ser extraordinaria y algo patológico, es normal.
En una investigación publicada en la revista científica Journal of the American Medical Association, conocida por sus siglas JAMA, en la que se siguió a un grupo de más mil personas durante 50 años, «se vio que ocho de cada diez presentan, en algún momento de su vida, un problema de este tipo. La clave está en diferenciar si esta circunstancia es una herida más, que se cura sola, o si es un tema más grave», contempla el experto. Para establecer esta distinción, detalla, «es importante que nos preguntemos si hemos tenido algún tipo de sintomatología en algún período temprano de la vida», añade.
En otras palabras, que si un adulto ha tenido dificultades en etapas anteriores, como la adolescencia, es recomendable que preste mayor atención al vaivén emocional por el que puede estar pasando. «Los episodios más graves se manifiestan temprano en el ciclo vital, y eso es una cosa que el terapeuta, si es competente, que no siempre es el caso, te va a preguntar», indica Colom.
Al mismo tiempo, el catedrático de la universidad madrileña pone el foco en la heredabilidad, ya que, al igual que un individuo puede heredar una nariz grande, ocurre lo mismo con una mayor predisposición a la problemática mental.